lunes, 19 de mayo de 2008

Si lo hubiera sabido...

Hay días en los que sientes que hubiera sido mejor no haberte levantado de la cama. Días en los que el café del desayuno sabe mucho más amargo. Pues son esos días que, como se dice en mi tierra, “te levantas con la pata izquierda”. El despertador suena tarde, se le gastan las pilas, o simplemente le has dado un manotazo cuando ha sonado sin darte cuenta y permaneces plácidamente dormida.

Aún con legañas en los ojos, te dispones a preparar tu desayuno. Buscas tu taza, que has comprado solamente para tu uso, y resulta que tu compañera de piso – mira que hay tazas en la casa- la usó la noche anterior y ni siquiera ha tenido el detalle de fregarla. Pues bien, cuando abres el armario, para tu sorpresa, vas a coger la única taza que está limpia y se te cae al suelo. Una taza menos…

Después de limpiar el destrozo del mobiliario (y de haber malgastado el tiempo para ni siquiera desayunar) te pones tu albornoz y vas al baño para darte una ducha. Abres el grifo y comienzas a enjabonarte el cabello. ¿Qué es lo que pasa ahora? Pues bien, como era de esperar, se acaba la bombona de gas. Con el pelo y los ojos llenos de espuma y recitando una larga enumeración de maldiciones, sales de la ducha y vuelves a la cocina. Ahora es cuando te arrepientes de no haber telefoneado para pedir otra antes, porque tienes que acabar tu ducha con agua fría.

Después de todos estos contratiempos domésticos, sales de casa, miras el reloj y te das cuenta que tan sólo te quedan 2 minutos para que el autobús pase por tu parada. Levantas la vista al cielo y empieza a llover. Situación típica de una comedia norteamericana. Una vez más, piensas que hoy, definitivamente, no es tu día. Olvidaste tu paraguas. Empiezas a caminar rápidamente a la parada del autobús, casi corriendo. Llegas a tu destino y te colocas en la cola para subir al vehículo. Desdichada de ti que el autobús se llena justamente cuando es tu turno para subir. El conductor cierra las puertas en tus narices y se va. Y tú, mojada, con el frío metido en el cuerpo de tu ducha, tu estómago hambriento y con tan solo quince minutos para que den comienzo las clases, empiezas a caminar hasta la universidad.

Llegas tarde a clase, como era de esperar y, además, habías olvidado que ese día tenías examen a primera hora. Cuando entras en la clase, todo el mundo gira la vista hacia ti, puesto que te presentas con una imagen desaliñada, tu ropa totalmente mojada y tu pelo despeinado. Después de haber llamado la atención de la clase y de darte cuenta que el profesor está muy descontento con tu tardanza, te dispones a intentar escribir algo en el examen. Te quedas en blanco y tan sólo eres capaz de responder a una pregunta. Llega el final de la clase y vas a entregar el examen. El profesor te pide un trabajo adicional que debías entregar, abres tu mochila y te das cuenta que has dejado el trabajo encima de la mesa de tu habitación.

Tu mañana acaba – sin duda la mañana más larga de tu vida- y vuelves a casa estornudando, hambrienta, todavía húmeda, con las piernas doloridas de correr, con una mala nota por tu descuido y con humor de perros. Vas a abrir la puerta de tu portal, buscas las llaves en tu bolsillo, en la mochila y te llevas las manos a la cabeza una vez más, has olvidado las llaves en casa. Es cuando miras al cielo con resignación y piensas “Si lo hubiera sabido, hoy no me levanto…”.

miércoles, 14 de mayo de 2008

El grito

Gritar... Cuando no encuentras la salida.

Desesperación que corre por todo tu ser.

Frustración que no quiere salir y se anida en lo más profundo de tus entrañas.

Montañas que se levantan para entorpecer tu camino, la senda se ha borrado.

Gritar... Porque todo se ha acabado.

La paz perturba la soledad por la pérdida de la oscuridad que un día se cernió ante ti.

Gritar... Porque hoy sientes que debes hacerlo.

Liberar tu alma de todo mal que aconteció en un pasado y marcó tu vida tal cual golpe que deja secuelas en lo más hondo de tu penar.

Gritar... Porque el ayer se desvanece.

Escucha mi grito que retumba dentro de la más profunda de las cavernas... Solo escucho el eco de mi propia voz, que me da la respuesta a mis preguntas.

Gritar... Porque mañana será necesario.

martes, 6 de mayo de 2008

La fugacidad de las pequeñas cosas

La vida es una larga espera. Esperar un segundo, un minuto, una hora, un día, un mes... Aguardar los grandes acontecimientos que marcarán tu vida y serán decisivos, soportar la carga de ver pasar todo inamovible, sin tener en cuenta esas menudas cosas, que hacen de la vida un lugar maravilloso, tal como un universo que gira en torno a ti. Pequeñas estrellas fugaces que son inadvertidas, como si de una nadería sin importancia se tratase. Son esas insignificancias las que hacen esbozar sonrisas, lecciones que aprender, recuerdos que guardar.

Esas estrellas pueden estar cargadas de sentimientos, de complicidad, una espiral que te atrapa y giras dentro de ella, como si estuvieras en un tiovivo, del que a lo mejor puedes salir. O a lo mejor ni siquiera sientes la necesidad de salir.

La fugacidad de un beso, una caricia, una mirada, un roce, un llanto, un parpadeo : minucias que hacen que te sientas vivo, y sin ellas no tendría tanto sentido vivir. Acontecimientos efímeros de los que ni siquiera te percatas, pero están ahí. Los necesitas día a día, paso a paso.

Estados de ánimo transitorios, de los que como se entra se sale, nunca podrás atormentarte tanto como para malgastar el poco tiempo que te dan. Una cuenta contrarreloj, en la que sólo cuentas TÚ y, desgraciadamente, el tiempo.

Atesora tus estrellas personales, aprende a disfrutar de esas pequeños gestos perecederos; habrás sentido, habrás esperado, habrás -sobre todo- vivido.